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Historia, Periodismo en castellano

El naufragio del orgullo


(artículo 2 del dosier publicado en el número 529 de la revista Historia y Vida, de abril de 2012)

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El naufragio del orgullo

 

Pero el Titanic naufragó. Fue un viaje orgulloso hacia la muerte, como el de aquella Europa que acabaría dramáticamente en los campos de batalla de 1914.

El domingo 14 de abril de 1912 era el quinto día que el Titanic navegaba por las heladas aguas del Atlántico Norte a todo vapor. Era su viaje inaugural y se aproximaba a las costas de Terranova, camino del puerto de Nueva York. A las 13.40h el equipo radiotelegráfico del barco recibió un mensaje del Baltic, otro transatlántico de la White Star Line. Malas noticias, aunque previsibles. Alertaba de la presencia de icebergs y de gran cantidad de campos de hielo. La advertencia llegó a conocimiento del capitán del barco, Edward Smith, y de su armador, Bruce Ismay, que se había embarcado para celebrar la ocasión. Todos los interesados quedaron al corriente de una información que no era nueva: cada primavera era habitual encontrar icebergs cerca de los Grandes Bancos de Terranova, frente a las costas norteamericanas de Canadá. Nadie predijo en esos momentos que aquel aviso significaba la antesala del hundimiento.

Una sociedad excesiva

La tragedia del Titanic sería un episodio premonitorio de la gran catástrofe que solo dos años después sacudiría a su sociedad contemporánea, la Primera Guerra Mundial. Millones de cadáveres sembraron de muerte el Viejo Continente y señalaron con sangre un antes y un después en la historia de la humanidad. Así, el transatlántico desmesurado y excesivo era el perfecto reflejo de una sociedad que también soportaba una carga exagerada de orgullo y de codicia, y que avanzaba imparablemente hacia las consecuencias desastrosas de una expansión irresponsable: la guerra. Con el Titanic, pues, se hundió mucho más que un barco pomposo y monumental, se hundió el símbolo del crecimiento descontrolado, se fue a pique un mundo y unos hombres que se tenían a sí mismos por seguros e infalibles.Fue la metáfora perversa del fin de un modelo.

Nadie fue suficientemente cauto. Conociendo la presencia de hielo, el capitán Smith mandó calcular al sexto oficial el tiempo que tardarían en cruzarse con los témpanos. A bordo, por lo tanto, había conciencia del peligro de navegar entre bloques de hielo y, aun así, el armador Bruce Ismay fue reacio a bajar la velocidad y no renunció a cruzar el océano en un tiempo ejemplar para la buena imagen de la compañía. Para él, el Titanic avanzaba con el beneficio como única brújula. Smith, Ismay y la empresa del Titanic también se creían a sí mismos seguros e infalibles. Nadie pensaba, en un sentido práctico, que el casco del Titanic, el barco “insumergible”, la nave emblemática de su compañía, no pudiese resistir el impacto de un bloque de hielo si no era de muy grandes dimensiones y, por lo tanto, visible y eludible.

El radiotelégrafo recibió más mensajes de advertencia durante la jornada y, al caer la noche, se tomaron las medidas de vigilancia pertinentes para divisar a ojo humano posibles bloques de hielo en la ruta. La temperatura descendía paulatinamente, había llegado a los cero grados. El tiempo era de plácida calma y esto no ayudaba a detectar icebergs: con la quietud del mar, el oleaje no forma anillos al topar con cuerpos sólidos. Era una noche magnífica de cielo estrellado, aunque faltada de luz de luna.

Los marineros de guardia oteaban con atención más allá de la proa del Titanic. A las 21h la cabina del radiotelegrafista Jack Philips, de la empresa Marconi, todavía recibía un nuevo mensaje del vapor Mesaba que anunciaba una zona con hielo hacia donde marchaba el Titanic. Decía así: “(…) Vistas numerosas masas compactas de hielo y gran número de grandes icebergs, también campos de hielo. Tiempo bueno, claro”. Y añadía las coordenadas geográficas. Pero Jack Philips no transmitió nunca al puente de mando esta notificación. Ya habían recogido otros mensajes parecidos y él se encontraba enfrascado en diferentes tareas de comunicación. Se equivocó al no hacerlo. Llegó incluso otra notificación, esta vez del Californian, indicando que se habían detenido al encontrarse “rodeados de hielo”. Jack Philips tampoco hizo caso esta vez y no pasó la información. La dificultad para oler el peligro era una evidente proyección de la soberbia que había acompañado al Titanic desde el inicio de su construcción.

En la Europa de principios de siglo XX, la carrera económica y armamentística también había lanzado serios avisos de la terrible hecatombe que se preparaba a la vuelta de la esquina. Y, sin embargo, tales indicadores fueron insuficientes para activar una dinámica que revirtiera la situación. El Incidente de Fachoda (1898) entre los ejércitos coloniales británico y francés, la exacerbación nacionalista del caso Dreyfus en Francia (1894-1906) y la guerra imperialista Ruso-japonesa de 1905 fueron señales de alerta indudables del clima prebélico que vivía el continente europeo. Las dos conferencias de paz de La Haya de 1899 y 1907 fueron los intentos más serios, aunque poco sinceros, de reaccionar adecuadamente a la amenaza de una conflagración continental. Pero en dichas conferencias faltó voluntad por parte de todos los países participantes, tanto en el intento de frenar el impulso de la industria armamentística como en el de ilegalizar el armamento más letal. La ceguera ante la crisis fue la misma en el mando del Titanic que en las misiones diplomáticas europeas.

¡Iceberg a la vista!

A las 23h ya casi todo el mundo se había acostado en el Titanic. A las 23.30h, desde la atalaya, los vigías Fleet y Lee divisaron de repente una gran masa oscura delante. Se alarmaron. Fleet hizo sonar tres veces el timbre y avisó por teléfono: era un iceberg, justo enfrente de la proa del barco y a tan solo 500 metros. No lo pudieron ver antes porque no disponían de binoculares. La tragedia parecía inminente. La capacidad de maniobra de un buque con el tonelaje del Titanic era muy reducida en tan poco espacio. Cuando en el puente recibieron la alerta, dieron a la sala de máquinas la orden de “todo atrás” e intentaron hacer virar el barco completamente a babor, pero no hubo tiempo. Se evitó el choque frontal pero no así el impacto en el lateral del buque. El hielo sumergido bajo el nivel del mar rasgó el costado del navío y hundió su cuerpo macizo a lo largo de 60 metros en el casco de acero. Se abrió una vía de agua letal en la sala de calderas.

Los pasajeros del buque apenas percibieron la sacudida, simplemente notaron un temblor en sus compartimentos. Sin embargo la tripulación se dispuso rápidamente a evaluar los daños del incidente. Llegaron al capitán los primeros informes sobre la inundación de los compartimentos de proa. Thomas Andrews, el ingeniero del Titanic, fue a inspeccionar el vientre del buque. Andrews, que había diseñado él mismo el sistema de seguridad, constató en poco tiempo que el barco estaba seriamente afectado. La proa se llenaba de agua y el Titanic se hundiría en un par de horas. Se mandó entonces despertar a todos los pasajeros y ordenarles ponerse el chaleco salvavidas, aunque la mayoría de ellos tardaron mucho en asimilar la certeza e inminencia de la catástrofe. Lo cierto es que tampoco se les informó con claridad para no liberar el pánico.

En 1914 el iceberg que despertó la alarma de la nave europea fue la Crisis de los Balcanes. Pero ni aquel iceberg del Atlántico Norte fue la causa profunda del naufragio del Titanic ni el asesinato del archiduque de Austria en Sarajevo fue algo más que el detonante de la guerra. Desde años atrás, Europa acumulaba una energía que ahora quería liberar violentamente. La Crisis de los Balcanes desencadenó el enfrentamiento bélico entre naciones, pero como señalaba Barbara Tuchman en su ensayo La torre del orgullo, los hombres que dirigían los estados y los ejércitos no fueron los únicos responsables de la Gran Guerra, sino que lo fue toda la sociedad que empujaba desde atrás. El hombre había entrado en el siglo XX contando con unas capacidades de transporte y de comunicación, con unos potenciales bélico y productivo que multiplicaban por mucho los del siglo anterior debido a las transformaciones de la Segunda Revolución Industrial. Existía una energía incontrolada fruto de la entrada vertiginosa en la época de las máquinas. El hombre tenía fe en el hombre y sentía haber alcanzado un grado de bienestar y civilización que parecían tener que acabar para siempre con la era de las guerras. Y sin embargo, la realidad era que carecía de la capacidad suficiente para gestionar el potencial destructivo que tenía en sus manos, así como para controlar las relaciones humanas entre grupos crecientemente poderosos y enfrentados por sus intereses. El escritor antibelicista Stefan Zweig, contemporáneo de estos hechos, llegó a decir: “El estallido de la guerra nada tenía que ver con las ideas, y muy poco con las fronteras geográficas. No puedo explicarlo más que por un exceso de vitalidad (…)”. Tenía que ver con los industriales, con fabricantes de armamento como la empresa alemana Krupp, la británcia Maxim-Vickers o la francesa Schneider-Creusot. Con la búsqueda fuera de Europa de nuevos mercados y cantidades ingentes de materias primas. Y con los intereses de los financieros, con el amontonamiento de población en las zonas urbanas, con la conflictividad social neutralizada con nacionalismo, y con los periódicos, grandes agitadores del estado del ánimo colectivo de su tiempo y pirómanos del enfrentamiento entre naciones. Los conflictos sin resolver, entonces sí, llevaron a la política de dobles y triples alianzas que se acabaron enfrentando en el campo de batalla. Disputas como las de Francia y Alemania por los territorios de Alsacia y Lorenase resolvieron finalmente a sangre y fuego.

Sálvese quien pueda

El Titanic, pese a tener una capacidad para más de tres mil pasajeros y tripulantes, se había dotado únicamente con poco más de mil plazas en los botes salvavidas. Esto era así porque, por un lado, nadie podía creer que un barco como aquél tuviera que evacuar a todos sus pasajeros antes de recibir ayuda, y también porque era la manera más fácil de ganar espacio para los lujos y comodidades que exigía la fuerte competencia entre las compañías del transporte transatlántico. Este gesto codicioso condenó a muerte a casi un millar y medio de personas. Con todo, cabe recordar que la ley de la época era muy laxa en este sentido. Por su tonelaje, el Titanic solo estaba obligado a disponer de botes para 962 personas. Una muestra más de la candidez reinante en el período pese a los vastos retos que se afrontaban.

En definitiva, cuando fue una evidencia para todos que el Titanic se hundía y que no todo el mundo se podría salvar, llegó el momento en que la primera clase se hizo valer. La desgracia del Titanic demostró que en los contextos de crisis existen más que nunca ciudadanos de primera, de segunda y de tercera clase. Y que en situaciones extremas, los integrantes de la primera clase están perfectamente dispuestos a sacrificar a los de segunda y tercera en beneficio de su salvación, como cumpliendo con el orden natural de las cosas. Durante el hundimiento del Titanic se aplicó el protocolo de salvamento marítimo de “mujeres y niños primero” pero también la ley no escrita que protegía la vida de los pasajeros de primera por delante de los de segunda y tercera. Las cifras hablan por sí solas de manera contundente. Según la comisión británica que investigó el naufragio, en el accidente fallecieron el 38% de los pasajeros de primera clase, mientras que las víctimas mortales en segunda fueron del 58% y en tercera del 74 %. Entre los pasajeros de primera clase solo murieron cuatro mujeres y un niño. La memoria colectiva, además, y como era previsible, solo guardó en el recuerdo los nombres de los pasajeros más ricos: John Jacob Astor, Isidor e Ida Straus, Benjamin Guggenheim… Este sacrificio de las clases populares, de hecho, había empezado en el mismo momento en que se diseñó el transatlántico, ya que además de armar un barco con escasez de botes, su acceso desde la tercera clase era muy tortuoso.

Una vez estalló la guerra en Europa en 1914, el desarrollo de la tragedia siguió un camino paralelo en este sentido. En todos los países beligerantes las clases populares fueron las que más cruelmente sufrieron las consecuencias de la contienda, tanto en el frente como en la retaguardia, y las que más muertos aportaron al conflicto. Fueron también las principales víctimas económicas de la crisis. El alza en los precios de los bienes de consumo y los impuestos para sostener la guerra les dejó en la absoluta miseria.

Durante la Segunda Revolución Industrial, el movimiento obrero había adquirido una relevancia creciente, con la normalización de los partidos políticos de izquierdas y los sindicatos. Su vigor fue especialmente apreciable a partir de los primeros años del siglo XX, haciendo frente en su actividad a los intereses de los propietarios y asimilando un internacionalismo y pacifismo militantes. Con todo, el acceso de los obreros a cotas significativas de bienestar no se hizo realidad y múltiples conflictos laborales quedaron por resolver. En cierto modo, también, la contestación social de las clases populares y de los ataques anarquistas se quisieron neutralizar con el nacionalismo atizado por la burguesía, llamando a la población al orden en nombre de los intereses patrióticos. Hubo divergencias en el socialismo y, conforme se acercaba la guerra, más apoyo patriótico suscitó el conflicto. Al final, de la etapa de esplendor que después se conoció como Belle Époque, en términos generales solo se beneficiaron las clases privilegiadas. Una mayoría no había disfrutado apenas de la era de “paz y progreso” y ahora debía  morir por aquella patria que no le había invitado jamás al banquete de la prosperidad.

Naufragio y lección

Finalmente a las 2.20h de la madrugada del 15 de abril las aguas del océano se cerraron para siempre sobre el fraudulento titán de los mares. El transatlántico, partido en dos, inició un dramático y lento descenso al fondo abisal. A medida que el Titanic se hundía, con sus flamantes ascensores, su formidable hélice central de cuatro palas y su moderno radiotelégrafo, se desvanecía para siempre el sueño del progreso como una verdad incuestionable y moría también la aspiración de la ciencia de retar la naturaleza hasta pederle el respeto. Cuando aquella noticia se publicó en los periódicos, la sociedad internacional quedó consternada: el mundo en su concepción moderna había fallado.

A los miles de muertos del Titanic, hubo que añadir poco después los millones de cuerpos sin vida que dejó la Gran Guerra. Entonces, la mirada del hombre sobre el hombre cambió para siempre. La aureola de magia que revestía a los inventos extraordinarios del desarrollo tecnológico, como el avión o los descubrimientos químicos, se esfumó cuando su acción se puso al servicio de la muerte a gran escala. Fue el fin de la inocencia.

Hoy, a cien años de la tragedia del Titanic, hemos constatado ya que el mundo y los valores que se hundieron en 1912 con el transatlántico son capaces de renacer y de dar lugar, nuevamente, a sociedades enormemente temerarias. Las imprudencias pródigamente practicadas en los ámbitos financiero, medioambiental y bélico así lo refrendan. La humanidad ha demostrado ser capaz de emprender el rumbo hacia el abismo con los ojos cerrados una y otra vez. La metáfora del Titanic no pierde vigencia.

About Xavier Valls Torner

Periodista, coordinador editorial, corrector

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