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Historia, Periodismo en castellano

El culto al Duce


Benito Mussolini se fotografiaba como un deportista musculoso, consentía rumores sobre su vigor sexual y hablaba en público con la teatral gesticulación de un admirador de sí mismo. Pero en Italia fue adorado. En la Europa del siglo XX, jamás el culto a un líder alcanzó tintes tan grotescos.

Tras una primera etapa de relativa normalidad democrática (1922-1925), el gobierno fascista italiano planteó un escenario totalitario sin ambigüedades a partir de 1925. “Todo para el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”, sentenció el propio Mussolini. El poder en Italia acabó concentrándose en el Partido Nacional Fascista como partido único y, especialmente, en su líder máximo. Desde entonces, aunque no sin obstáculos, la figura del Duce se consolidó y fue sometida a un proceso planificado de mitificación.

Era una vieja convicción del fascismo italiano pensar que su principal misión consistía en la regeneración moral del país y en la creación de una fuerte identidad colectiva, un Estado-religión. A ello se dedicó en cuerpo y alma el régimen fascista, mucho más lúcidamente que a la tarea de aplicar una política clara y lineal. En este propósito, un aspecto clave fue la glorificación del Duce, que se confió a sí mismo la tarea de forjar una auténtica comunidad nacional alrededor de su figura. La distancia que había separado siempre a las masas de las instituciones políticas se quería reducir con la adhesión a mitos y símbolos y a un líder divinizado.

Mussolini decía que el fascismo perseguía el nacimiento de una nueva clase de italianos, con mayor espíritu colectivo, más sanos y trabajadores, con más empeño en el triunfo. Concretamente, su propuesta era que los italianos se parecieran lo más posible a él mismo. Por eso trató de ser un jefe de Estado digno de imitación.

Campeón del deporte

Según las crónicas oficiales de la época, la jornada del Duce empezaba con una energía modélica: se levantaba a las siete de la mañana, se bañaba con agua fría, bebía un vaso de leche y hacía una hora de equitación. Una autodisciplina ejemplar.

A este brioso despertar, había que sumarle la práctica asidua de otras disciplinas deportivas, como el esquí, la natación o el esgrima, especialidad esta última en la que se le consideraba un consumado experto. El deporte, que aunaba todas las virtudes del hombre moderno, era por entonces ya muy popular en Europa y fue una cuestión de Estado para Italia durante el período fascista. Por esta razón, las capacidades deportivas del Duce fueron vendidas como un ejemplo y recibieron siempre mucha publicidad y una generosa tasación por parte de la prensa. En 1928, el primer número del rotativo Lo Sport Fascista mostraba con lealtad irreprochable sus respetos al Duce, “aviador, espadachín, jinete, primer deportista de Italia”.

El deporte fue utilizado como elemento propagandístico del nacionalismo y, en la década de 1930, hasta a los representantes del PNF se les exigía predicar con el ejemplo y practicar actividades físicas obligatorias, como el salto de potro y ejercicios con aros de gimnasia. El empeño del régimen pronto dio resultados y los deportistas italianos consiguieron en la década de 1930 resultados excelentes: dos mundiales de fútbol en 1934 y 1938, y el segundo lugar en las olimpiadas de 1932.

Buena parte del pueblo italiano se rindió rápidamente a un discurso en terreno abonado. Las arengas fascistas levantaba la moral a un país desilusionado y cuyas reivindicaciones no habían sido satisfechas por el Tratado de Versalles. Las masas, intelectualmente indefensas ante las nuevas técnicas propagandísticas, “aprendieron” a creer en su líder y en su universo simbólico como en una nueva religión. Las fotografías y las noticias de prensa mostraban al Duce no sólo como un deportista impecable, sino directamente como un valiente superhombre, intrépido piloto al volante de un automóvil, de una motocicleta o de un avión. Igualmente, circularon por todo el país millones de tarjetas postales que lo presentaban como un hombre de firme convicción e infatigable capacidad de trabajo, en escenas muy variadas y siempre ejemplarizantes. La cifra de las postales del Duce que llegaron a ponerse en circulación se estima entre los 8 y los 30 millones y se calcula que le mostraban en más de 2.500 situaciones, posturas y contextos distintos. En un ejemplo muy doméstico de la verdadera idolatría que sentían los italianos por Benito Mussolini (en todas las clases sociales) no faltaron los coleccionistas privados de este material gráfico. Entre ellos se contaba ni más ni menos que Claretta Petacci, más tarde amante de Mussolini, quien durante su adolescencia llegó a empapelar las paredes de su habitación con imágenes cautivadoras del hombre del momento.

Modelo de virilidad
El testimonio de una viuda de Catania (Sicilia), citado por el estudioso del fascismo Emilio Gentile, recoge el entusiasmo exaltado que despertó Mussolini: “¡Duce! Esta palabra mágica hace palpitar el corazón como si el destello eléctrico lo atravesase; nosotros, los pobres, olvidamos como por encanto nuestras miserias y corremos a las plazas para admiraros, magnánimo de Vuestra paternal sonrisa que brilla entre los centelleantes aguileños que caracterizan Vuestra mirada […]”.

Para las mujeres italianas el Duce se convirtió hasta en un modelo de virilidad, no exento de connotaciones sexuales. Los rumores sobre el pretendido vigor sexual de Mussolini con sus numerosas amantes (se decía de él que cada día estaba con alguna mujer) nunca fueron desmentidos por el régimen, puesto que se consideraba un factor muy beneficioso para su carisma. Incluso las esposas de líderes políticos extranjeros sucumbieron a sus encantos. Clementine Churchil, tras conocerle en marzo de 1926, le describió como un hombre “con unos bellos ojos penetrantes de un pardo dorado a los que podías ver pero no mirar” y, en definitiva, como “uno de los hombres más maravillosos de nuestra época”. También lady Ivy Chamberlain expresó públicamente su admiración por él. En una primera etapa, no hay que olvidarlo, el régimen fascista gozó de buena aceptación entre los gobiernos europeos, e incluso de abierta simpatía entre personalidades de primera fila como Winston Churchil, Sigmund Freud y Ezra Pound.

Fiel a su personaje, Benito Mussolini se complacía hasta en mostrar su torso desnudo antes de disponerse a esquiar o durante su colaboración en las tareas de siega de los fértiles campos de Italia. En imágenes que hoy se revelan ridículas, se mostraba orgulloso de sus músculos ante las cámaras fotográficas para despertar admiración. El cultivo del componente viril en la imagen del líder es una característica que diferencia sobremanera la figura del Duce de otros dictadores contemporáneos, también maestros de la propaganda, como Hitler, Franco o Stalin, hombres de Estado que siempre se guardaron de mostrar su cuerpo y sudar la camiseta en público.

Su fijación por ofrecer una apariencia de ortodoxa masculinidad alcanzó su máximo la mañana del 7 de abril de 1926. En el segundo de los atentados cometidos contra su vida, la noble irlandesa Violet Gibson le disparó una bala casi asesina que le rozó el puente de la nariz. Sin embargo, momentos después, el Duce seguía con el protocolo previsto y se fotografiaba con un vendaje facial como si nada. Esa misma tarde, en una alocución célebre, conminó a los funcionarios del régimen a mantenerse firmes en su obligación de “vivir peligrosamente”.

“Para mi, la vida no es sino osadía, lucha y determinación”, dijo ante el Parlamento italiano en diciembre de 1926. Palabras que escondían un discurso oficial vacío de conceptos políticos, velado por la retórica y los desfiles ritualizados; por la idea de la Tercera Roma y de su nuevo emperador. En definitiva, por la propaganda.

Préstamo de ideas

El culto al Duce no fue un sentimiento espontáneo, sino que surgió y se divulgó gracias a la planificación de la comunicación del Estado fascista. Los periodistas fieles al régimen, unos pocos convencidos de antemano y muchos otros advenedizos, se encargaron de difundir la imagen idolatrada de Mussolini. Entre ellos destacaban Arnaldo Mussolini, hermano y mano derecha del dictador, y también una de las amantes más conocidas del Duce, la muy docta Margherita Sarfatti. Mussolini conocía a la perfección los entresijos de la prensa y su capacidad de control sobre la sociedad. Él mismo había ejercido de periodista y dirigido diferentes publicaciones. Ya en su etapa de militante socialista había estado al frente del izquierdista Avanti! y más tarde fundó y dirigió el ultranacionalista Il Popolo d’Italia. Entre las lecturas que le ayudaron a comprender el comportamiento de las multitudes cabe destacar una obra del francés Gustave Le Bon, Psicología de las masas (1895), muy reputada en aquel momento. El libro incluía capítulos de título tan revelador como “La forma religiosa que toman todas las convicciones de las masas”.

Ya desde 1925, la prensa italiana había quedado bajo control estatal, incluyendo las principales cabeceras como Il Corriere della Sera y La Stampa. En enero de 1926, Mussolini prohibió también de forma oficial que la prensa publicara noticias sobre suicidios y delitos, ya que dichas informaciones suponían un modelo negativo para “los débiles y los que flaquean”. En un gesto de turbado idealismo, el Duce incluso prohibiría hacer ninguna referencia a su edad. La nueva generación de italianos no podía permitirse estar sometida a estímulos negativos. Más adelante, en noviembre de 1926, el régimen autorizó la Ley de Defensa del Estado y las denominadas “leyes fascistísimas”, auspiciadas por el ministro de justicia Alfredo Rocco. Se trataba de un paquete legislativo que daba paso a medidas muy severas, como el cierre de numerosos periódicos, el establecimiento de una policía política (la OVRA), la disolución definitiva de los partidos políticos y hasta la reintroducción de la pena de muerte. En 1927 el Estado, no satisfecho con el control de la prensa escrita, también nacionalizó la radio y la convirtió en un altavoz propagandístico enormemente eficaz.

Todas estas disposiciones engrasaron la maquinaria del fervor patriótico. En septiembre de 1929, en la cúspide de su gloria, Benito Mussolini se trasladó a un inmueble digno de su esplendor: el Palazzo Venezia, justo en el corazón de Roma. Desde su balcón, pronunciaría algunas de sus más famosas arengas a las masas. Cuando se asomaba su imponente estampa, miles y miles de fieles la aclamaban a la voz de “Duce! Duce!”. El pueblo vitoreaba su nombre al tiempo que saludaba brazo en alto. El líder endiosado pronunciaba sus proclamas patrióticas con altivez teatral y, levantando con firmeza el dedo por encima de su cabeza, amenizaba la perorata con dramatizadas muecas. Era la puesta en escena de la entrega abnegada del pueblo al jefe del Estado, la imagen definitiva del triunfo de la unidad alrededor del mesías que devolvía a los italianos el orgullo de pertenecer a su nación, de levantar por tercera vez, como decía Mussolini, la Roma imperial.

Durante la década de 1930 las paredes de todo el país se vieron repletas de pintadas con lemas triunfantes de Mussolini: “creer, obedecer, luchar”, “vivir peligrosamente”, “más vale comportarse un día como un león que cien como un cordero”. A falta de televisión, se trataba de un generoso préstamo de ideas para todos aquellos, los menos ilustrados, que nunca ojeaban un periódico. Quizás el menos sutil de todos los lemas, y uno de las más repetidos fue aquél, muy célebre, que trató de asegurar ante todo la claridad del mensaje: “Mussolini siempre tiene razón”.

El fascismo había llegado al punto sin retorno de renunciar a definirse políticamente. El Partido Nacional Fascista (que alcanzaría los dos millones y medio de afiliados en 1939) era ya una simple plataforma de acceso a cargos y ocupaciones influyentes, cuando no una mera apuesta por la supervivencia de sus miembros. El Estado se había abocado al mito. Sin otro afán que repetirlo y ritualizarlo hasta la saciedad, en 1930 se creó la Escuela de Mística Fascista, dedicada específicamente a propagar los aspectos espirituales del fascismo y la fe en Mussolini.

 

Organizaciones sociales

La devoción planificada de la figura del líder, incluyó a partir de 1926 ciertas entidades sociales convertidas en herramientas de construcción nacional. Llevaban a cabo una persistente aunque amable labor de instrucción a través de la propaganda, la acción cultural, el ocio y la incorporación de los ciudadanos a organismos estatales.

Los jóvenes fueron un objetivo prioritario del régimen en este adoctrinamiento. Las agrupaciones juveniles del Partido Nacional Fascista se juntaron a partir de 1926 en una gran organización, la Opera Nazionale Balilla (ONB). En 1928 el Movimiento Scout Católico, como todas las demás entidades juveniles, fue suprimido al ser considerado un obstáculo para la educación fascista de la juventud. La ONB llegó a reunir a 5 millones de niños y jóvenes en 1937. Dividía a sus miembros entre los Balilla (muchachos de 8 a 14 años), los Avanguardisti (de 15 a 18 años) y las Piccole e Giovanni Italiane (división reservada a las chicas). Sus actividades se centraban en el deporte, la cultura y los campamentos de verano, pero eran también un inestimable refuerzo ideológico a los estudios que comprendía la estética paramilitar, los desfiles y mucha propaganda. Su propósito era evidente y permitía al régimen soñar con la continuidad de la revolución fascista.

También los adultos fueron invitados a integrarse en organizaciones del PNF. La Opera Nazionale Dopolavoro (OND) se introdujo muy bien entre la clase trabajadora y se ocupaba de dinamizar a la vez que controlar el ocio de los italianos. Llegó a contar con más de cuatro millones de afiliados. Organizaba excursiones al mar y al campo, sesiones de cine, obras de teatro y otras propuestas recreativas con la ayuda de una amplia red de instalaciones que contaban con campos deportivos, bibliotecas, salas de billar, etc.

Sin embargo, la articulación de la sociedad a través de estas organizaciones no se explicaba tanto por la sincera implicación de sus miembros como por el carácter práctico y acomodaticio de la ciudadanía. Las organizaciones como la ONB y la OPN sostenían una especie de adhesión pasiva al sistema, que se hizo más patente conforme el régimen fue quemando etapas. La lealtad al fascismo y al Duce no durarían eternamente. Un buen número de italianos se habían dejado convencer, pero no estaban locos, ni tan siquiera estaban dispuestos a sufrir por unas ideas. La fidelidad exigida, de hecho, se prolongó solo hasta donde interesó; en un sentido práctico, hasta que la coyuntura internacional y el instinto de supervivencia aconsejaron lo contrario.

Caída del mito

A partir del año 1936, con la creación del Eje Roma-Berlín, el régimen empieza un deterioro, aunque muy suave, de su popularidad. Algunas decisiones controvertidas, como la aprobación de las leyes raciales en 1938, levantaron tímidas voces contra el sistema fascista, pero la autoridad del Duce quedaba siempre al margen de las críticas. La verdadera perdición de Mussolini fue la guerra. En primera instancia, bien es cierto, el recurso al belicismo para robustecer la nación significó un importante factor de adhesión popular. Pero funcionó solo a corto plazo y en lo referente a las aspiraciones imperialistas en África. Sin embargo, a la larga la guerra acabaría con la Italia fascista. La entrada en la Segunda Guerra Mundial en 1940, al lado de la Alemania nazi, fue un completo desastre. Rápidamente, las derrotas del ejército italiano en todos los frentes significaron un grave desencanto que la lealtad fascista de los italianos no pudo superar. La guerra, por lo demás, había provocado escasez y huelgas en el interior del país. El 10 de julio de 1943 los aliados desembarcaron en Sicilia. El mito del Duce se desvaneció muy precipitadamente y el 25 de julio de 1943 Benito Mussolini ya era destituido por el Gran Consejo Fascista. Entre los millones de militantes del PNF, ninguno salió en su defensa.

El final de la historia es conocido. En 1945, Alemania pierde la guerra y la efímera aventura de la República Social Italiana, último refugio de Mussolini, cae con ella. Con todo perdido, Benito Mussolini trata de desaparecer y salvar su vida, pero los partisanos italianos lo capturan y lo fusilan junto a su amante Claretta Petacci. Su cuerpo es colgado por los pies en una gasolinera de Milán el día 29 de abril de 1945. Al día siguiente, casi nadie en Italia recuerda haber pronunciado “viva il Duce” ni una sola vez.

About Xavier Valls Torner

Periodista, coordinador editorial, corrector

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